viernes, 23 de febrero de 2018

EL ASERRADERO.










Querida Imelda:



     Hoy cumplo los mismos años que tenías tú cuando os abandoné. Imagino que esta circunstancia ha hecho que la rueca de mi memoria se haya puesto a girar. Bien que, para mi suplicio,  nunca he logrado detenerla del todo. Yo tenía 17 años, tú, una historia llena de vaivenes. Mucho ha llovido, ¿verdad? Es curioso: de alguna forma la vida me ha empujado por los mismos derroteros que a ti. Yo también me he casado de segundas, también tengo chiquillos. Sin embargo, al contrario que tú y a despecho del gobierno, me he conformado con dos. Un niño y una niña, rubios y hermosos. Cada vez que los miro me acuerdo de Lucía, Jaime y Pascualillo. ¿Qué ha sido de ellos? Pascualillo, ¡menudo bribón! Si con cuatro años era un cántaro de sabiduría, hoy habrá que decirle Don Pascual, supongo. Será médico, o notario, o algo por el estilo. Jaime, con su aire absorto y su timidez, se pasaba, me acuerdo, el día callado. Lucía era la que mostraba más temperamento. En sus ojos penetrantes, brillaba la desconfianza propia de los niños vigía. Yo creo que, a su manera, notaba lo que ocurría entre tú y yo. Pero no desearía irme demasiado por las ramas: si te escribo es por algo muy concreto. Te quiero hablar de nuestra última noche. Era agosto y hacía calor, ¿te acuerdas? Él había partido hacia Las Quintas con el instrumental indispensable. Tras el horizonte la brasa del día se negaba a morir.

      Estaba en mi cuarto, sobre la colcha, cuando recibí tu llamada.  "Salgo para el aserradero viejo. Te espero allí. No tardes mucho.", me dijiste. Nada más llegar, nos buscamos con desvarío. "¿Tu crees que él sospecha algo?", pregunté. "Si sospechara algo ya nos habría matado. A mí, seguro." Luego, te hiciste con mis riendas. Tus manos me acariciaban ahora con más dulzura, con más desesperación. Tus labios se posaban, como una mariposa, sobre mis cartílagos. "Esta noche, quiero que te des en mi boca. ¿Lo harás?"  "Sí." "Promételo."  "Lo Prometo." Aquel ruego, Imelda, aquel ruego tuyo, envuelto en el rumor del verano, vive en mí desde entonces.


     Cuando todo acabó, te fuiste. Te habías despedido con un beso en la mejilla. Acto seguido, tu frente sobre mi frente, me dijiste "te quiero". "Te quiero", te dije. Me quedé observando el cielo estrellado, en la calma de la noche. Era una noche preñada de grillos y olor a siega. El río bajaba con voz limpia por detrás del hangar. De pronto, como una descarga, una idea me poseyó. Creí en ese instante comprenderlo todo. Que lo nuestro era insostenible, que tú no estabas dispuesta a seguir con aquel engaño, que habías decidido huir. Y casi al mismo tiempo decidí yo, por mi parte, impedirlo a toda costa. Así que, después de aquella noche, nunca regresé. Con la perspectiva de los años transcurridos, creo que hice lo correcto. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, me asaltan ciertas dudas. Puede que mi intuición me jugara una mala pasada, o acaso fuera el pánico,  la angustia de fondo que bajo nuestro secreto latía, lo que me arrastró a aquella fatal certidumbre. Temo que quizás mi huida haya podido dejar tras de mí un rastro de incomprensión. Lo temo, sí. Aunque lo ignoro, lo temo. De ahí que sintiera la necesidad de explicarte por qué, de un día para otro, desaparecí de tu vida. Espero, con esta carta, haberlo conseguido. En cualquier caso no aguardo respuesta tuya. Sólo que recibas de la mejor manera posible estas aclaraciones, tal vez tardías.


Poco más.



Se despide de ti, con infinito amor, Gabi.
.












No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Estadísticas