miércoles, 16 de mayo de 2018

LA PERRA









     A la perra se le ha formado una pulpa de uva en un ojo, una legaña en ciernes a la deriva sobre el mármol ocular. La telilla bandea mecida por un tic cebo de sí mismo: a más incordio, más pestañeo, y a más pestañeo más incordio. La perra es una perra con mucho sentido del deber. Después de años de arduo aprendizaje,  mea en la grava con enorme disciplina, en cinco palmos, siempre los mismos, los cinco abrigados del viento sur.

      A la fresca, una mosca se le posa en la nariz. Para que se arredre, lanza un mordisco y la mosca pinta en el aire del porche  una maniobra de distracción, burda, mezquina, exenta de recato. Y es que enseguida vuelve a posar en otro punto del hocico. Al cabo de unos minutos,  a fuerza de amotinarse, la perra se ha zafado del insecto y, como efecto colateral, ha olvidado su legaña. Ese cuerpo blando forma ya parte de su ser, es una glándula sin cometido alguno, pero que ahí está.  El mundo ahora encierra una nubecilla flotando en medio de los objetos, vale; a otra cosa.

     La perra, que no anda muy católica del estómago, corretea por el jardín, a pesar de los pesares. Bordea las varillas de lavanda, en torno a cuyas espigas gravitan abejas de ala eléctrica. Son abejas de cimbreante abdomen, de esponjoso vuelo, contra un aroma fácil, mellizo del que irradia la muda de cama en el tendal. La perra trota, a ratos a tres patas, por la blanda hierba, hacia el porche que mira al levante. Pasa la malla del gallinero, esquiva el pozo pegándose bien a la huerta de tierra escardada, con sus tomates espolvoreados de cobre, su apio, su cebolla, su lechuga, su pepino, su perejil. La perra ha dejado todo eso a babor y accede al soportal. Ha visto una lagartija nerviosa y flaca, como una raíz de achicoria, meterse entre el arado romano y la pared que preside el yugo. Se cuela tras las garrafas de vidrio verde, pero el esfuerzo resulta infructuoso. También rasca la cáscara de pino, junto al abrevadero. 

     Este porche es el mejor lugar de la casa. Desde que las pothinias tornan el aire, Bolaño y Flaubert visitan más a menudo la  teca del banco en las tardes de vainilla cuando el sol,  como una hostia en su cáliz, declina tras la viga maestra.

     La perra se cansa, gruñe por la tripa de caucho fino, se inclina hacia un pie de aloe vera, el muñón de una hoja con la seca savia cicatrizando. A la perra le ha caído (a saber cómo) en el pelo una semilla de kalanchoe, una pepita que se desprende (a saber por qué) en  las inmediaciones del olivo.

     El malestar ya le causa agobio y le vienen las arcadas. Como la hierba es propicia, se pone a pacer para aplacar la zozobra. Contempla la purga un delicado reflejo, en los desasosegados cristales de la cocina. Al poco, unas suelas suaves aparecen en el umbral  de la entrada.  La perra, que enseguida detecta el sonido ultravioleta de las pisadas, se lanza al galope. El rododendro, el granado, los arces, el rosal de flor amarilla,  dan su sombra a la parcela. En su galopada la perra se topa con el gato. Es un gato blanco de buen natural (para ser gato), un gato que llegó de polizón en los bajos del Citroen, y se adaptó a la vida en los galpones, a pesar de que se le nota la alcurnia. Sin embargo por muy guiado que sea, la perra le tiene miedo, pues la dobla en alzada.

  La perra llega donde su ama, quien desgarra miga del bollo que sostiene en la otra mano. Olisquea, suspicaz, un instante, y el aroma mezclado del pan y los dedos amigos le despeja el pensamiento. La perra, con su lengua de goma de borrar, encola a la dueña las canillas, como diciendo: "Gracias. Gracias, por el pan que me das y que tanto me alivia. Y, ya de paso, gracias por haberme traído a este edén, creado por ti, a tu viva imagen y semejanza."








A mi mujer.

























viernes, 20 de abril de 2018

VISTA DE MADRID (Del libro POEMAS DE TALCO de Carmen Andrade)










yo con la corteza de madrid
hacía amuletos

mi gabán volaba


yo hacía amuletos
para calmar el odio


curtía pieles
de rumiantes devorados


con mi daga
curtía pieles
sin destino,
a veces



vomitaba sangre sobre los roperos
para echar el odio


hendía mi daga
en el tejido

del rencor





una cicatriz
color
 labio




..................................



me cosía
el alma









































miércoles, 18 de abril de 2018

ALTA MAR (Del libro POEMAS DE TALCO de Carmen Andrade)








COMO CONOCÍA EL PALANGRE,

Y MIS DEDOS SE EMPAPABAN

ME EMBARQUÉ A LA ROBALIZA



MI APOSENTO

OLÍA A FÉCULA





DE DÍA LANZABA

LA BAZOFIA A LOS OJOS

DE LA ESPUMA.



EL AGUA HERIDA

ERA TURQUESA



PRONTO GANARÍAN

TIERRA LOS MARINOS

LA QUILLA RAMPANTE

Y LA FATIGA COLGANDO



IGUAL QUE ENTONCES,

EN MI,

LA HORMA

DE  LA ADVERSIDAD

GERMINÓ





EN MIS OJOS SE ENROSCABA EL VIENTO NORTE



Y MI FIEBRE,

MI FIEBRE DE SIGLOS,

OSCILABA SEGÚN LA CAPTURA.





















sábado, 7 de abril de 2018

LUZIFER

         





       Un Luzifer es un robot tanqueta. Para ventilar ligero su descripción, vendría a ser como una cabeza de hipopótamo con patas de avestruz. En su versión última, la mayor de cuantas se llegaron a lanzar, desbancaba en altura al Carballo de Ortigueira. Largo  hubo que corregir anomalías, desde los prototipos iniciales que no eran sino exoesqueletos de lo más tosco. Los reclutas decían preferir la muerte a ser atrapados dentro de aquella escafandra, uncidos al armatoste que, al ser inexpugnable y venir con un mecanismo autónomo de hidratación, un mecanismo inspirado en la captura de humedad de las hojas de álamo, le ponía las cosas al enemigo ciertamente a huevo.   Bastaba con dañar la pila de hidrógeno y dejar morir de apetito al ocupante. De tal suerte que la agonía se alargaba durante semanas. Pero peor aún pintaba la cosa si en pos de una supervivencia harto improbable, el timonel desbloqueaba la cabina. Varias y truculentas eran las historias sobre el trato que los skizos dispensaban a  los prisioneros. (...) 


         Hay un Luzifer encallado desde hace buena junto a un tractor Hanomag, los dos corroídos, llenos de herrumbre, con  la pezuña acariciada por la ortiga, el diente de león y la flor de incienso. Por allí, también, sorteando la maquinaria,  las gallinas deambulan super tristes. Espolvoreadas de niebla,  picotean ora las briznas de verde, ora el barro. Al fondo, sobre la desgarrada cartulina del horizonte, se ve la central térmica que lleva años sin largar su tripa de humo al aire. ¿No queríais aire puro?, pues aquí tenéis.  Aire puro para dar y tomar. El aire puro de la posguerra.  La central enseña una silueta de sarro, una carcoma que trae causa del  fuego aéreo enemigo. Así los robots tanqueta como los Hanomag  han hecho sangrar corazones de madre, han segado la vida de muchos jóvenes. Los Luzifer, adrede; cómo no. Formaba parte de su encomienda. Los Hanomag, en cambio,   sin venir demasiado a cuento. A veces, volcaban de manera intempestiva, a pesar de que  la cuesta , en principio, no se anunciaba peligrosa. Pero había otro cauce más diabólico por el que los tractores  aplicaban la pena capital. Cuando caían chuzos de punta sobre la braña, las gabardinas impermeables eran pasto de las tomas de fuerza. El tractorista (criatura) moría asfixiado luego de reventar a patadas algunos terrones, de los que tupían las uñas del apero. Todo por esa tradicional manía, esa manía inexplicable, de apearse del puente con el motor en marcha.








miércoles, 14 de marzo de 2018

SUERTE




                                                                                    Fotografía de Alba Hendrix



     Había un oleaje calmo, como de llana de albañil.  La luz carne de manzana del atardecer, esa que buscan los fotógrafos con afán, se tendía sobre las tapias. Ahí, precisamente ahí, se encerraba el milagro, ahí residía el prodigio. Porque en millones de kilómetros a la redonda todo era yermo, todo,  inhóspito.









miércoles, 7 de marzo de 2018

VIBRÁTIL (Del libro POEMAS DE TALCO de Carmen Andrade)









VUELVO DE CUALQUIER MODO AL LODAZAL DE LOS MINUTOS A LA EVACUACIÓN DE LOS CUERPOS SIN VIDA APILADOS  EN EL ALMA

ACHICO DE CUALQUIER MODO LA SANGRE EMBALSADA EN EL ALMA DE ZINC  


LA GOMA DE MIS PÁRPADOS NUTRE A LAS GAVIOTAS CHILLAN  PLISAN EL AIRE ALGUIEN DISPARA ANTE EL INCIERTO ESPECTÁCULO DE LA LLUVIA  GRAPANDO EL MAR


HAY JILGUEROS EN LAS CAÑADAS Y EN LOS ECONOMATOS EN LAS GALERÍAS  PETIRROJOS EN LOS DELTAS DALIAS PARA EL REZO Y LA CONTRICIÓN ANIDAN EN LA CABEZA DEL ANACORETA


HAY QUIEN SE ATRINCHERA EN BALCONES Y LUEGO LA RISA TORPE DEL REO HABLA DE HAMBRE LA FE DEL SOL IRRIGA SU MANO PERO LE REGATEA EL PAN


UN FOGONAZO DOS TRES CUATRO HASTA CINCO FOGONAZOS ARAÑAS DE CINE MUDO RECORRIENDO SU LECHO YO TENÍA UN REFUGIO AMARILLO DONDE UN ARTIFICIERO ME ACLAMABA UN ANACORETA MANANDO SANGRE POR EL PÓMULO 

UN ARTIFICIERO EN GABARDINA SILBABA UN ANACORETA PALPABA LOS NUDOS DEL SAUCE COSÍA ABALORIOS HUECOS HUESOS DE MARISCO POR AQUEL ENTONCES YO YA ERA  TAN ANCESTRAL COMO LOS BUQUES ZARPANDO TAN ANTIGUA COMO LA NIEBLA.





viernes, 23 de febrero de 2018

EL ASERRADERO.










Querida Imelda:



     Hoy cumplo los mismos años que tenías tú cuando os abandoné. Imagino que esta circunstancia ha hecho que la rueca de mi memoria se haya puesto a girar. Bien que, para mi suplicio,  nunca he logrado detenerla del todo. Yo tenía 17 años, tú, una historia llena de vaivenes. Mucho ha llovido, ¿verdad? Es curioso: de alguna forma la vida me ha empujado por los mismos derroteros que a ti. Yo también me he casado de segundas, también tengo chiquillos. Sin embargo, al contrario que tú y a despecho del gobierno, me he conformado con dos. Un niño y una niña, rubios y hermosos. Cada vez que los miro me acuerdo de Lucía, Jaime y Pascualillo. ¿Qué ha sido de ellos? Pascualillo, ¡menudo bribón! Si con cuatro años era un cántaro de sabiduría, hoy habrá que decirle Don Pascual, supongo. Será médico, o notario, o algo por el estilo. Jaime, con su aire absorto y su timidez, se pasaba, me acuerdo, el día callado. Lucía era la que mostraba más temperamento. En sus ojos penetrantes, brillaba la desconfianza propia de los niños vigía. Yo creo que, a su manera, notaba lo que ocurría entre tú y yo. Pero no desearía irme demasiado por las ramas: si te escribo es por algo muy concreto. Te quiero hablar de nuestra última noche. Era agosto y hacía calor, ¿te acuerdas? Él había partido hacia Las Quintas con el instrumental indispensable. Tras el horizonte la brasa del día se negaba a morir.

      Estaba en mi cuarto, sobre la colcha, cuando recibí tu llamada.  "Salgo para el aserradero viejo. Te espero allí. No tardes mucho.", me dijiste. Nada más llegar, nos buscamos con desvarío. "¿Tu crees que él sospecha algo?", pregunté. "Si sospechara algo ya nos habría matado. A mí, seguro." Luego, te hiciste con mis riendas. Tus manos me acariciaban ahora con más dulzura, con más desesperación. Tus labios se posaban, como una mariposa, sobre mis cartílagos. "Esta noche, quiero que te des en mi boca. ¿Lo harás?"  "Sí." "Promételo."  "Lo Prometo." Aquel ruego, Imelda, aquel ruego tuyo, envuelto en el rumor del verano, vive en mí desde entonces.


     Cuando todo acabó, te fuiste. Te habías despedido con un beso en la mejilla. Acto seguido, tu frente sobre mi frente, me dijiste "te quiero". "Te quiero", te dije. Me quedé observando el cielo estrellado, en la calma de la noche. Era una noche preñada de grillos y olor a siega. El río bajaba con voz limpia por detrás del hangar. De pronto, como una descarga, una idea me poseyó. Creí en ese instante comprenderlo todo. Que lo nuestro era insostenible, que tú no estabas dispuesta a seguir con aquel engaño, que habías decidido huir. Y casi al mismo tiempo decidí yo, por mi parte, impedirlo a toda costa. Así que, después de aquella noche, nunca regresé. Con la perspectiva de los años transcurridos, creo que hice lo correcto. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, me asaltan ciertas dudas. Puede que mi intuición me jugara una mala pasada, o acaso fuera el pánico,  la angustia de fondo que bajo nuestro secreto latía, lo que me arrastró a aquella fatal certidumbre. Temo que quizás mi huida haya podido dejar tras de mí un rastro de incomprensión. Lo temo, sí. Aunque lo ignoro, lo temo. De ahí que sintiera la necesidad de explicarte por qué, de un día para otro, desaparecí de tu vida. Espero, con esta carta, haberlo conseguido. En cualquier caso no aguardo respuesta tuya. Sólo que recibas de la mejor manera posible estas aclaraciones, tal vez tardías.


Poco más.



Se despide de ti, con infinito amor, Gabi.
.












jueves, 8 de febrero de 2018

EL RELOJ





    Todos los días desayuna en El Reloj. Ahora que las llantas del Audi rebasan las leyes de la Óptica, en su cabeza se instala una idea fija. Las anchas gomas recién desembaladas, de un dibujo inmaculado (un dibujo que para sí querrían los pitbull de la ITV) cortan la película de agua sobre el piso de la AP6. Esta arteria, luego de horas y horas, se ha visto anegada por las lluvias que azotan la provincia. Es el resultado lógico de un temporal que, como de costumbre, nadie vio venir.

     En efecto, no puede dejar de pensar en un café con leche. En El Reloj hierven como es debido la leche, que no debe (dicen) ser recalentada sino fría de la nevera, y con el chiflo del vapor bien hondo, a máximo gas. Así, luego se derrama cremosa y es apta para la pintura de emblemas.

   El motivo más común es el redondel. Pero también menudean el corazón y la espiga de cereal. Cada uno de ellos, sin excepción, goza de una vida breve, una vida que llega a su fin con la maniobra de diluir el azúcar (qué lástima). El giro de cucharilla supone un verdadero ariete contra todo lo que es bello y puro, un antídoto contra la matutina inocencia, contra la más madrugadora ingenuidad. En fin, no hay mal que por bien no venga: para resarcir el estropicio, he ahí el cruasán con su tierno olor a mantequilla. Un cruasán bronce, convenientemente barnizado, con escama de impecable factura.

     A lo largo de la Autovía se suceden las osamentas, especímenes de hoja caduca, en cuyas copas proliferan los nidos de velutina. Treinta mil nidos de velutina nada más. Y sesenta millones de bichos despiadados nada menos. Los apicultores del país están que echan humo; han formado ya brigadas de lucha contra el invasor.

     Al torcer hacia la Ronda, deja la Hípica a mano derecha. No está fuera, como suele cuando escampa a la sola luz de las caballerizas, un caballo árabe alazán, elegante como un saltador de esquí. Un ejemplar todo fibra, que no se intuye muy proclive al relincho. No está fuera, como suele, de imaginaria, imperturbable.

     Los limpias desaguan con afán la acuarela de la noche. Por el Polígono el asfalto sobrevuela torretas, chimeneas, naves.  En ese amasijo industrial que a esta hora tiene algo de poético, la Refinería hace labor de emperatriz.

     Suena el móvil. Es Gloria.

- Dime

- Acuérdate de que a las 5 tenemos que estar en el aeropuerto.

- No creo yo que un vuelo transoceánico llegue tan, tan puntual.

- No te enteras. Llevan dos días en Madrid. Salen de Barajas. Y antes tenemos que recoger a la intérprete.

- ¿Qué intérprete?

- La que he contratado. Me niego a tener silencios incómodos como la última vez.

- ¿No puede traducir Ainhoa? Si no, ¿para qué se ha tirado dos años en Utah?

- La niña bastante tiene con pasearlos y entretenerlos

- Es lo menos que puede hacer. Suya ha sido la feliz idea.

- Bueno, avisado estás. Voy a seguir durmiendo, si no te importa.

--------------------------  "TUTÚ". "TUTÚ". "TUTÚ".-----------------

      En el aparcamiento junto al Pabellón de Deportes no cabe ni un alfiler. Emboca por Las Esclavas y encuentra sitio delante del Moom.

     El temporal ha amainado, brinda una especie de tregua, un fugaz armisticio. Maniobra suavemente y aparca. Como aún orvalla un poco, baja el paraguas pero lo utiliza de bastón, se adapta la capucha y se echa a andar acera arriba. Camina meditabundo: lo más ingrato de su oficio es tener que lidiar con tanta gente, y toparse con ella a todas horas, en todas partes, también en El Reloj.

- ¡ Hombre...!

- ¡ Hombre...!

- ¡ Cuánto tiempo...!

- Pues... Diez años, mínimo

- Eso mínimo

- ¿Sigues en Juan Florez?

- No. Ahora estoy en San Andrés.

- ¿También de Subdirector?

- No. De director.

- ¡Buf! Qué canallada.

- Vaya, hombre. Gracias por los ánimos.

      Con todo y resultar inoportuno, no dejaba de ser cierto el comentario del gilipollas. Hay quien no entiende que los hombres no venimos al mundo a encarar la verdad, máxime si la verdad, en vez de oler a agua de colonia, produce llagas.

     Desde entonces, se persona a la hora que elevan la celosía. Es lo mejor para no coincidir ni con el gato, no ver a nadie, no hablar con nadie.

      Parece que vuelve a arreciar, así que despliega el paraguas. Mientras apura el paso se pone a vueltas con lo de Luisa. Su perpetua candidatura a la Dirección de la Sucursal hace de ella un pozo de bilis, una adversaria enervante, cansina cuando menos.

"Buenos días, Luisa. He leído tu correo y agradezco tu opinión acerca de cómo hemos de organizar la sucursal. Agradezco, también, el ímpetu que destila tu informe. Pero te recuerdo que el responsable último aquí soy yo.

Atentamente, Luis"


"Por lo que a mi respecta, tu autoridad está fuera de cuestión. Lo cual, dicho sea de paso, no impide que yo pueda sugerir lo que estime oportuno, a quien estime oportuno. Tenlo presente, te lo ruego.

Atentamente, Luisa"



"Eso suena un poco a amenaza, lamento decirlo.

Atentamente, Luis"



"Yo, estimado Luis, hay dos cosas que nunca, jamás hago. Una es amenazar. La otra es ir de farol."

     Las oficinas tienen, matices aparte, el pálpito de las aldeas. Hay que templar muchas gaitas para que reine la paz.

     La esquina de Rubine con Pedro Barrié es al cabo de Buena Esperanza, lo que Montevideo con Pondal es al de Hornos  (¿era el de Hornos?) Aquí el dragón de los vientos convierte el empleo del paraguas en algo inútil, un empeño de pronóstico más bien desfavorable, un vano esfuerzo por no hacer el ridículo.

      Ya se atisba el Reloj a la vuelta de Arenas Quintela. Las sortijas concéntricas de las farolas, a-la-lluvia-rutilantes, presagian tabla, aroma a prensa recién y cafeína. Flanqueado Neptuno salta un whatsapp. "CLING". Derrota hacia el Sham-Rock y, bajo su toldo, se guarece. Desde allí avizora El Reloj, su terraza, hábil para que fumen a gusto los burócratas del Cantón. De dentro viene una luz de madera, cálida, como el regazo de una madre.


"Te has ido en el coche nuevo?".

                                                          "Sí".



CLING:

"Y has sacado la basura?".

                                                   "Sí".


CLING:

"Te habrás acordado de tirarla.
No la tendrás aún en el maletero...".

                                    "Sí...No... No me acuerdo".

CLING:
"La dejaste sobre el suelo de la entrada
para coger las llaves, ¿a que sí? Hay una
mancha tremenda en el terrazo y apesta."

(Terrazo. Le llama terrazo a un gres de cien euros el metro.)


                                                           "¿Y?"



CLING:

"Pues que una  bolsa pierde."

     ¿Una bolsa pierde? Un fuego le empieza arañar las mejillas. Maldita sea. Debe volver sobre sus pasos a toda velocidad.

     Intenta ir al galope pero se fatiga pronto. Ahora no llueve, no obstante sopla un viento de gradiente variable, gélido, tozudo. Su conato de sprint ha convertido su regreso en una marcha de aire cardíaco. Sus manos empergaminadas por el frío no hallan acomodo bajo los puños de las mangas. El anorak que ondea con fulgor al viento sursudoeste le apelmaza la carne.

     Por poniente se aproxima un nimbo cárdeno salido del mismísimo infierno. Se aproxima y trae ojos de contienda. Se acerca, desollada la panza, más y más.

     Bajo el raso del traje comprado de ganga en Massimo Dutti el whatsapp se empecina: CLING. CLING. CLING. Sincopado con él, nota el martilleo de la sangre en los huesecillos del oído. CLING, FLUM, CLING, FLUM, CLING, FLUM...

     Por fin divisa el Audi. Acciona el mando, los cierres se desenganchan, las cuatro puntas del auto parpadean ahora.  Llega a su altura y, apenas toca con las yemas el pulsor del maletero, la puerta sube neumática, con el rigor alemán de siempre. Y también (por qué no decirlo) con una pizca de glamur.



José Agustín Mosquera

En A Coruña a 16 de febrero de 2018

Acerca del escriba:

Nace en el 71, el año en que Mónaco se alza con el triunfo en Eurovisión, el mismo año en que Nixon desecha el patrón oro. Por casa, gatea sobre tableros de obra, hace arcos para cazar leones y, valiéndose de un lápiz, empieza a garabatear cuartillas. Lo apuntan al túnel de la escuela y sále de él, al cabo, con licencia para discurrir. Trabaja sus buenos quinquenios en la privada, época en la que descubre la evanescencia del tiempo. En el 2015 (a la segunda fue la vencida) lo admiten en una entidad pública en su España natal. Desde hace unos años se ocupa de la intendencia de un blog a donde sube poemas, cuentos y dibujos. No es gran cosa, pero a él le basta para estar, mientras tanto, de buena uva.

jueves, 1 de febrero de 2018

EL MAGO DEL VIOLÍN







    Culpable. Como salido de un avispero, un repentino murmullo se adueñó de la sala. Fuera de control, se hizo al aire avivando así la llama del desacato. Un runrún de eco primitivo, hijo de la perplejidad, hijo, tal vez, de una cierta decepción.

   Cada cual lo metabolizó a su manera. El enviado de una radio escandinava recordó, por algún extraño motivo, el diálogo aburridísimo con su mujer, el mismo día que partía de Gotemburgo rumbo a Barcelona. Al corresponsal de la ciudad del archipiélago y los siete valles, justo antes de tener ese pensamiento, se le había puesto cara de lubina.  A su lado, una señora tecleaba whatsapps atropelladamente. Hacía encaje de bolillos con los pulgares por no quedar rezagada en eso de la transmisión de nuevas en tiempo real. El agente apostado en la salida abrió un poco las piernas y cruzó los brazos, una pose que denotaba una actitud mixta ataque-defensa. Pero por mucha uve invertida que dibujasen, las piernas, bajo el tergal, le temblaban.

    Orden. Haya orden. A ver. Para que se recoja de manera indubitada en la grabación. ¿Cómo se declara el acusado?














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