miércoles, 14 de diciembre de 2016

EL PROYECTO.








    En eso andaba mamá. En secar piñas de monte en la bilbaína. Luego, tras una larga cavilación, las despojaría de escamas con unos alicates, como si Ignacio, el dentista, la hubiese poseído.  La barra fluorescente chisporroteaba. Mamá hurgaba con el atizador en la leña, por acomodarla bajo los aros de fundición. La cocina y sus objetos alternaban bajo la tacaña luz, y yo, que ya tenía mis liturgias, recitaba bajito para tornar el miedo. "Pasimisí, pasimisá, por la Puerta de Alcalá...." Al cabo de apagarse completamente, el tubo revivía. El anillo de casada de mamá había engordado de pronto. Habituada a la oscilación lumínica , mamá había seguido imperturbable con su proyecto navideño. Antes había sacudido la piña encima del trapo extendido sobre la tabla de picar. Los piñones caían con sonido de semilla. Los piñones de las piñas del monte son como uñitas negras incrustadas en alas de mosca. Se comen, pero no llevan mucha carne. La mayoría de estos diminutos péndulos se queda en las bandejas deslizantes del horno. Basta con vaciarlas luego en el brasero; es sencillo. Pero hay piñones que resisten hasta el final bajo la escama. En el horno de una bilbaína las piñas del monte abren bien. Una vez limpias las puedes mirar mientras aún están calientes. A quien las observa no le queda otra que tapar la boca y discurrir. Y en eso andaba mamá. En taparse la boca con la mano, enfrascada en cómo abordar la tarea siguiente. 

    Victorina entró como un gorrión perdido. Abrió la puerta de la nevera y se quedó iluminada por el caudal de luz, buscando algo que casara con su nuevo paradigma. La hice reír. Me salió al compás del chisporroteo. Le pregunté : "¿vas a batir esas yemas?." Se giró para que no la viera pero el azulejo me devolvía su sonrisa. No hablaba; contenía el aliento. En condiciones normales habría estallado. Llevaba meses de mal humor. Apenas le dirigíamos la palabra por no enfrentarnos a su cólera. Victorina ("Vicky", insistía en que la llamaran) sólamente pensaba en el jazz, en la fotografía, en viajar a Londres, ser vegana en otro medio, en uno más propicio,  y  convertirse en la Dorothea Lange de su generación. Vivía encerrada en sí misma, ajena a todas las vicisitudes del hogar y de sus habitantes. Su cuarto era un estercolero según mamá. "Es la edad.", decía papá. "Yo a su edad no era así. Y tú tampoco. Así que no me empieces con la edad. Y tú, Carmiña, Dios quiera que no te vires como tu hermana." El silencio de Victorina duraba demasiado. Para mi eso era toda una señal. Estaba a punto de lograr mi objetivo, conque le repetí: "¿Vas a batir esas yemas, o qué?" Fue entonces cuando soltó una carcajada. Se giró y vi como le saltaban los mocos. Durante cinco minutos no dejamos de mirarnos y contener las lágrimas, no dejamos de agarrarnos la tripa y sentir algo muy próximo a la complicidad, algo que nunca más, desde aquel día, volveríamos a sentir. En un plato hondo, sobre la encimera, dos mitades de melocotón en almíbar tomaban el pulso al fluorescente de la cocina.










No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Estadísticas